domingo, 30 de noviembre de 2008

Cae la tarde

...es todo penumbroso, silencioso, amargo, alegre...
Muere el sol en la tarde. Todo termina con muebles viejos, nuevos, al final todo mezclados, tras la llegada de la noche. Es todo desolado, ambientado en los sillones del amor y con reflejos de los amantes de cada tiempo, de cada año. Esos amantes que nutrían los cuartos con frases románticas, libres de todo el mundo, libres de la vida misma. Cansados del mundo indiferente, cansados de tener que vivirla.
He vivido en fiestas interminables, todas siempre con melodías eufóricas como introducción a la ya profética final melancólica. Arpegios, risas, bebidas, todas diferentes. Todas iguales. Todas con aroma a despedida, todas con mi triste melancolía.
Recuerdo aún cuando sentado en la penumbra un niño se me acercaba, pensaba, sentía, soñaba, quería ser poeta. Observaba los cuadros, el jardín en el patio, a su abuelo sentado, cogía un papel y escribía lo que podía antes de ser derrotado por la pasión inmensa de los niños, el juego. No sé si él estaba enamorado, no sé si le gustaba lo que hacía, de cualquier forma no era igual a los demás. Yo lo acompañaba junto al sueño de su abuelo, que cansado de tanta vida dormía en uno de los asientos, luego despertaba y él yacía despierto, soñando, creando imágenes, creando historias. Era extraño, nadie lo acompañaba, tan solo yo y la penumbra, después de cada almuerzo, cuando todos dormían la siesta y él se tiraba en uno de los muebles, soñando, enamorándose, quizá de las pinturas, quizá de sus poemas, quizá del amor mismo. Pasó el tiempo, la bohemia me invadió junto a los poemas del niño, que se alimentaban de libertad, amor, y arte. No hace mucho lo vi, tenía la misma mirada perdida, la misma pasión inmensa de los niños y el mismo deseo de ser poeta, le sonreí, se sentó y me comentó como era parte de la lira, mientras se esfumaba el sol en la tarde.

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